miércoles, 6 de febrero de 2008

El hombre del carrito (Mohomatsu rikishaman)

Este fascinante autodidacta, Hiroshi Inagaki, hijo de la farándula japonesa, que desde niño recorriera parte de la geografía nipona en compañía de sus padres, actores ambulantes, acabaría dedicándose al teatro ya desde muy joven. Merced a pequeñas intervenciones como extra en la productora Nikkatsu, se sintió fascinado por el cine. Kenji Mizoguchi lo dio a conocer en su film "Yoru" en 1923. Inmediatamente, y ya como ayudante de dirección, se retiró de la interpretación, y dirigiría su primera película "La reina de la paz" en 1928.




Premios Internacionales



Destancando como uno de los más importantes creadores de una cinematografía social japonesa, muy acreditada ya en Occidente merced a las obras de Jasujiro Ozu, Nagisha Oshima, y, muy especialmente, de Akira Kurosawa, obtuvo el León de Oro en el festival de Venecia de 1958 con "El hombre del carrito". En 1954, la industria de Hollywood le había concedido también un Oscar (en la categoría de Mejor Film Extranjero) a su afamada obra: "Samurai", la primera de una versión en tres partes, igualmente interpretada por Toshiro Mifune.





Un Japón Medieval
 


Tras una inicial evolución hacia las fórmulas autóctonas, prevalecería en Inagaki, al igual que en Kurosawa, esa expresividad testimonial más primaria (y, con toda seguridad, la más potente de la cinematografía nipona), escudriñadora de un subdesarrollado Medio Evo Japonés, tumultuoso y feudal, en el que todo un universo emblemático, casi patológico, el del Samurai o Ronin, proyectaría, a través de una exposición de desbordantes y atroces lances vindicativos, un inusual brío expresivo, encadenado en las secuelas aguijoneantes de un aseverador mundo de aventuras pasionales, que todavía, hoy, nos asombran. El alimento cultural de una ignota (para nuestra cultura Occidental) época feudalista se subordinaba al alimento material de unas imágenes colosalistas en las que predominaría una especie de bárbara, explosiva y violenta psicología guerrera, imprescindible para retrotraernos hasta aquel lejano tañido de un Japón ancestral, cuyas bases históricas habían permanecido ignoradas en otros continentes distantes, y que necesariamente, al igual que en nuestra no menos vetusta Edad Media Europea, habían descansado sobre el áspero roquedal de la más extrema impetuosidad y virulencia, y valga como ejemplo de todo lo expuesto, otro afamado y extraordinario film de Inagaki: 47 Ronin. En este sentido, (y pese a los reconocimientos de las críticas más especializadas), los excesos patrióticos, en su más distendida dimensión social, pueden también llegar a matar hasta la más plausible de las exposiciones históricas.


El nuevo Japón
 


Inagaki se propuso redescubrir para su mundo asiático (con esa añoranza todavía intacta que nos propone una caricia de belleza o un instante sencillo de nuestra existencia, en la que tantos nos volcamos como para recibir, antes de desaparecer definitivamente de este mundo, una aprobación olvidada a nuestra naturaleza humana) los reservados más intrincados del melodrama. Sí, porque penetrar los secretos de la soledad, como en el caso de Matsugoro, "El hombre del carrito", es como elevar los ojos a la significación más recóndita del drama, y atravesar con un sorbito de sonrisa comprensiva la universalidad de la condición humana, que en realidad se compone de numerosos pequeños almacenamientos, peros todos comunicados entre sí; y a través de cuyos recovecos impenetrables hombres y mujeres consustanciamos la dulzura con lo desproporcionado, la generosidad con la ferocidad.


Volvamos, pues, la mirada, sin poder contener nuestra emoción, hasta un nuevo Inagaki, convicto y confeso de un cierto grado de sentimentalidad, al penetrar en el ámbito más sensitivo y oculto, como puede ser el de la pureza y la bondad, de este Matsugoro que, incansablemente, arrastra su rickshaw por las abarrotadas callejuelas de su rudimentaria aldea de principios de siglo pasado. Ser trágico al que nadie parece comprender, al que muchos consideran un desequilibrado, que no hallará en este mundo más promesa de felicidad que la de cuidar a una dulce viuda, Yoshiko (de la que acabará enamorándose, pese a que jamás se atreva a declararle sus verdaderos sentimientos) y a su desvalido hijo.




 En su patético desenlace, nuestro pobre lobo estepario, ya extraviado en las profundas distancias del olvido, terminará desapareciendo para siempre a través de un aura de contenidos sollozos y desdichados tambaleos etílicos, más allá del cansancio último de sus sublimes jornadas de generosidad ya cumplidas; estrujado y oculto a la vista de sus conciudadanos bajo una compasiva y nevada gloria invernal. Aunque, eso sí, dejando en todos los que no llegaron a entenderlo una profunda huella de vida ejemplar. 



La mirada caritativa de Hiroshi Inagaki, con la precisión estilística de un arquitecto de la ternura, nos persuade de que los hombres no son siempre presagios de temerosas discordias, y de que no debemos rehuir esos caminos en los que seamos capaces de hallar nuevas complacencias, sin sonrojarnos, en otros amores, por muy plagados que estén de sencillez y mansedumbre, aunque al final de los mismos recibamos, como único premio, la más indigna, y acaso espinosa, de las injusticias.

 

En El hombre del carrito, (al igual que sucediera con aquel inolvidable Nazarín de Luis Buñuel), una nueva luz atraviesa la tierra.


Un actor único
 


Toshiro Mifune (el mejor actor japonés de todos los tiempos), subliminal alter ego de esta especie de elegíaco Quasimodo en que acabará convirtiéndose Matsugoro, junto a su director Hiroshi Inagaki, me recuerdan ese clamor unánime de quien, una vez internado en la noción dulzona, revoltosa, de la sensibilidad, en su aspecto más sugestivo, burla al tumulto crítico que nos rodea, lanzándole el precepto de su devoción más honda al grito de: ¡Yo no estoy enfermo, no deseo estar enfermo, y no lo estaré por más que os lo propongáis!.



 


Documento duro, primoroso. Sucesión de melancólicas mitomanías concluyentes: las que suelen entrañar siempre ingenuidad y afección. Salpicado de ese rocío nostálgico, inexplicable, obsesivo, que forman su dorada pátina sobre la evanescente sutileza de los amores. Drama fantástico que se gesta fantasmagóricamente en el inextricable desconcierto de nuestros sentimientos, algo desubicados por lo general, pero que siempre buscan una permanencia en nuestros corazones, hasta que, las más de las veces, acaben por perdernos irremisiblemente. De todo y mucho hay en esta eminente película japonesa, dispensadora del perfume y del goce que presiden los oratorios de la belleza.
 




Y por entre ese tropo magistral del continuo remolineo a que se entregan las ruedas del carrito de Matsugoro (pirueta incesable del transcurrir del tiempo), jerárquicamente exaltada, y puntual tras todo instante de júbilo, se interna un nuevo ornato que convierte el cinemascope íntimo, egregio y colorista de este film único en un sortilegio tumultuoso y estremecedor, que sabe a promesa cumplida, que percibimos como lejanía de renovado paisaje de ensueño, y que nos susurra al oído el conmovedor principio de un mundo de cuento: ¡la sublime música, casi salpicada de jazmín, de Ikuma Dan!


 

¡¡Obra maestra excelsa!!