lunes, 10 de diciembre de 2007

The black book (El reinado del terror)

Anthony Mann aportó gran parte de su magnificencia seductora, que ya parece perdida por completo, a ese añejo western (tan añorado), y que todos aprendimos a disfrutar de niños, dotándole de una pureza épica y de unos elementos sociológicos, políticos, y hasta psicoanalíticos, a cuyos periplos irrepetibles todavía asistimos (merced a la magia del DVD hoy en día) con auténtico pasmo de entusiastas acérrimos. Y como crónica de gozo, ahí quedan, por lo menos seis o siete títulos, que no citaré, pero que seguramente se hallan en la mente de todo buen cinéfilo. Un patrimonio lo suficientemente rico y clasicista como para que, una vez introducidos en el que fuera el más genuino de los géneros cinematográficos que nos legara Hollywood, y que abriendo nuevas dimensiones psicológicas a la que fuera una de las grandes epopeyas del siglo XIX, la del Oeste Americano, fue vertida en la gran pantalla (leyenda viva, cronológica y geográficamente muy cercana aún) por artesanos plenamente satisfechos de ese su tan reciente pasado pionero, de corta historia, pero dotado de una tremenda capacidad creadora de mitos que casi nadie ha conseguido olvidar. Por ser lo que fue, auténtica temática de necesitada expansión, hubo de valerse del más insustituible de los decorados: el de la Naturaleza. Y Anthony Mann se erigió en uno de los más excelsos Homeros de mediados del siglo XX, capaz de ensalzar como pocos los ecos memorialistas que tanto han conmocionado a los hombres en cualquier época: ¡los de las grandes aventuras!



Nuevos giros artísticos




























Mann, no obstante, como gigantesco artesano cinematográfico y hombre de gran cultura, no polarizó su obra en exclusiva hacia ese género que se nutriera de una todavía palpable mitología nacida de la conquista y colonización del Oeste (a través de la cual aquellos arriesgados y cerriles centauros de las praderas, ya como invasores, ya como exterminadores de las autóctonas razas que habitaran sus inmensos territorios, constituyeran la primera epopeya histórica -masacres indígenas incluidas- de un país sin historia), sino que también supo ofrendar virajes decisivos, o inversiones ideológicas, a sus crónicas cinematográficas, sin la menor dificultad narrativa, estableciendo siempre su influyente paralelismo perfeccionista a cuantos cambios substanciales de los acontecimientos históricos se atrevió a abordar, ya estuvieran basados en hechos reales (por medio de los cuales los seres humanos han acostumbrado a encarrilar, no siempre como hubiese sido de desear, su paso por este mundo), o en la más pura y atractiva de las ficciones.


Glosada ya la figura clave de este no menos mítico personaje, que frente a los horizontes superdespejados de la cultura, al asimilar cualquiera de las vertientes de las que se sirven las artes, fue también un "hombre-cine", tipo "ve cine, piensa cine, vive para el cine" (mítica frase de Marcel Carné), "The black book" ("El reinado del Terror") se apuntala en su cinematografía más artesanal (sin detrimento de sus resultados), dotada de ese magnífico ritmo que siempre ha presidido toda su obra. En el film que nos ocupa, prevalece, pues, una composición plástica bellísima, en perfecto blanco y negro, muy apta para introducirnos en ese soberbio fresco de época (todo él, aunque nos cueste creerlo, rodado en estudios cinematográficos hollywoodenses), con el que logra los más espectaculares resultados. En efecto, no olvidemos que Mann fue el primer director que intervino en la colosalista "Espartaco"-que no llegó a dirigir por las ingerencias intempestivas con que Kirk Douglas, productor ejecutivo de la misma, trató de hacerse con el control del film- Y que, más tarde, nos legó uno de los más bellos discursos ideológicos de los Fastos Cesáreos con su majestuosa "La caída del Imperio Romano", y aquel no menos minucioso estudio ambiental de la España Medieval, de un sublime perfeccionismo detallista, que fuera "El Cid". Película monumental donde las haya, que, pese a la impuesta esquematización de algunos de los hechos históricos, y un tira y afloja entre la mentira y la verdad, que tendían a descompensar hasta cierto punto el auténtico carisma del temperamental personaje, -¡qué remedio nos tocaba sino aguantarnos con las falsedades de siempre!- gozó, no obstante, de todas las virtudes espectaculares del género de: "Lo que en realidad cuenta es lo que ahora ves y disfrutas, y no lo que en verdad fue...").



Anthony Mann y la historia

Al enmarcar este "The black book" ("Reinado del Terror") en el providencial estallido que pudo significar para Europa la Revolución Francesa, y que luego proyectaría sobre los mismos artífices que la hicieron posible una nueva oscuridad de infortunio, la reconstrucción de tamaño caos colosalista nos recuerda al David W. Griffith de "Orphans of the Storm". En esa encrucijada, de nuevo nos hallamos frente a la consabida miscelánea del hecho histórico ficticio (en este caso, la búsqueda de un inculpador Libro Negro, supuestamente confeccionado por Robespierre, con una lista no menos negra de sospechosos, viejos colaboradores a los que ansía arrastrar hasta la guillotina), con los correspondientes acontecimientos fidedignos que vivieran gran parte de los personajes reales que enseñorean el film: Dantón enfrentándose al Comité de Salvación Pública, por el que, a instancias de Robespierre, fue acusado y condenado a muerte (y que nos trae a la mente la visión similar-casi anexionada-con que Andrzej Wajda, en 1982, reprodujera, de forma más prolija, y brillantemente, ese mismo suceso), las ingerencias malévolas del demoníaco Fouché, espía omnipresente del Comité Ciudadano, y el apresamiento y muerte en la guillotina de su mismísmo inventor: el controvertido Robespierre.


Toda la película conserva una especie de orden miniaturista del siglo que retrata. En contraposición, la cámara de Mann, convierte en presa fácil de los espectadores la turbulencia inquietante de muchos de sus personajes, o las bellísimas aristas de su protagonista femenina, al encuadrarlos en una especie de exaltación coral, abarrotada de excelentes e inesperados primeros planos, muy en la línea del gran maestro impresionista Fritz Lang, o si me apuran del genial Josef Von Sternberg, cuyos tratamientos fílmicos, en los dorados 30 hollywoodenses, se han convertido, por derecho propio, en el mayor enemigo del tiempo, dado que no han envejecido ni lo más mínimo.




Prosigue la aventu
ra histórica: Robespierre

No echaremos de menos tampoco, en este "Reinado" tan espléndidamente fotografiado, el suplemento rocambolesco y aventurero, tipo "Scaramouche" o "Prisionero de Zenda", de la siempre deseable suplantación de personalidad en todo film de intrigas arriesgadas que se precie. Con todo, el esperado desaguisado americanista, que podría haber acabado por convertirlo en una típica tragedia de heroicismos "Typical French Style", llena de pelucones enharinados y tiranos de tres al cuarto (de no haber ido a parar a las diseccionadoras manos de Mr. Mann), no hace acto de presencia, dispuesto a mandar al traste una estupenda trama que pudo haber olido a cronicón de bajo presupuesto, si nuestro experimentado e inteligente Anthony hubiese sido impelido a invalidar el aspecto documental más verídico y realista de los acontecimientos históricos que se atreve a contarnos. En consecuencia, asistiremos encantados a esa "Segunda profetizada destrucción del absolutismo más injustificado" (que trataría de reinstaurar, valiéndose de todas clase de violencias, el implacable ciudadano Robespierre), porque al oirle exclamar: ..."El pueblo es un monstruo sanguinario que se alimenta de vidas humanas, y cada día debe satisfacer su cuota. Sólo un hombre es capaz de controlar esa bestia, y ese hombre ha de ser dictador de Francia"..., comprendemos y admiramos a ese osado Mann, capaz de imponer tan ácidas consideraciones ideológicas, de la más cruel tiranía (jamás reivindicable, cáliz de amargura para el pueblo, y únicamente combatible a través del intempestivo victimismo vindicativo que imponen las revoluciones), ante los irritantes estamentos de los grandes Estudios Cinematográficos Norteamericanos, siempre dispuestos a aceptar la aventura experimental e infantil, pero casi nunca (por lo general), el hecho fidedigno de la verdad más sangrante y comprometida, en aquella timorata corte hollywoodense del Tío Sam; y que no tardaría (década de los 40) en convertirse en víctima propiciatoria de esa misma situación con el estallido de la II Guerra Mundial y el ataque japonés a Pearl Harbour.


No hay comedimiento en este estupendo relato histórico. Su trama nunca se va por las ramas. Ofrece un curioso histerismo ( yo juraría que, más tarde, imitado por Douglas Sirk -y vayan en esta apreciación todos mis respetos por el inimitable genio del melodrama-), de miradas oscuras y de personajes epicéntricos que no cesan de verse reflejados en un delirante despliegue de barrocos espejos, que aparecen y desaparecen entre las sombras suntuarias de estos ficticios salones parisinos.



Los intérpretes



Robert Cummings, actor amanerado y tirando a flojucho, que casi no cuadra con el barniz heroico de la narración (y al que ya el algo lunático Mr Hitchcock catalogó "como uno de los rostros menos interesantes del cine: no transmite nada", pese a tratar de reconcentrarlo, sin conseguirlo, en "Sabotaje", a lo largo de un espacio muy concreto, entre cierta aspereza implacable como suele ser la del thriller, y con la que todo macho que se precie de su dureza ha de contender y asumir su viril responsabilidad frente a la acción que lo amenaza), nos ofrece, sin embargo, en manos de Anthony Mann, una imagen de insólita intrepidez (inimaginable en él), casi tan fuerte y seductora como la de un Stewart Granger o un Robert Taylor. Y que, por un instante, o en la hora y pico que dura el film, fue capaz de echar por tierra su eterna barrera de actor poco apto para aventuras, y que siempre asumiera proyectos de clara perspectiva cómica. Es sin duda la mejor interpretación cinematográfica de este dandy algo démodé, que se fue tras "Mi dulce Geisha".


Arlene Dahl se perpetuó en ese universo de míticas vamps, tipo Rhonda Fleming, Debra Paget, o Jane Russell cuyas interpretaciones nunca lograron superar el masivo tópico que impusiera la desdeñada (y tantas veces excelente) cinemanía por la serie B, pero que, sin embargo, aprendieron y supieron conceder al tan traído y llevado look femenino, ¡muy pelirrojo, muy rubio, muy moreno, y muy americano!, además de los ardientes vientos libidinosos de sus bellezas espléndidas, otros incentivos (algo salidos de madre para los tiempos que corrían en los núbiles USA), que consistieron en corroborar que su paso por las pantallas nos dejaba (ya que no una gran estela de expertas actrices) si un "su puntito" de nerviosidad, de insolencia, y, ¿por qué no?, de supremos éxtasis intrigantes. Y de entre toda esta dorada especie de inquietantes "maggiorate" hollywoodenses, "permanenteadas" por un "sex-appeal" exclusivista de películas de segunda, bien que (muchísimas de ellas) inclasificablemente magníficas, yo me quedo con esta trapisondista hermosísima, peca incluída, que fue Arlene Dahl (que se despidió del cine "Viajando al centro de la Tierra" en compañía de James Mason).



El talento interpretativo de Richard Basehart fue siempre tan estimulante, tan recomendable, tan decisivo, que hasta el mismísimo Federico Fellini se lo agenció para que enseñorease con su presencia entrañable aquellos homenajes con que también este genio supremo supo enfrentarnos al terriblemente subdesarrollado shock que supusiera el neorrealismo italiano, ya fuera en "La Strada", ya en "Almas sin conciencia". Su Robespierre es tan tóxico como encomiable, y no únicamente por ser de buena mala "milk", que es lo óptimo, sino por ser aún mejor.



¡Western, cine negro, historia!= ¡espectáculo maestro! Todo lo que esperábamos de Anthony Mann en este "Reinado del Terror". ¡Gozada y gozosa!