lunes, 15 de enero de 2007

Le Fleuve-The River (El río)

Jean Renoir, maestro indiscutible del cine francés, y que dejó también su imborrable huella en el universo de Hollywood, plagado de luminarias europeas, hizo uso del color cinematográfico (lejos ya de los USA, y como su padre, el gran pintor) con el honesto entusiasmo de un fecundo publicista de todo cuanto hay de bello en este planeta nuestro.


"Le Carrosse d'Or" ("La carroza de oro") , 1952, y "French Can Can", 1955, son buena muestra de ello. Fue el último poseedor del genio paterno, y sostuvo el apellido Renoir con la misma erudición que las "gracias personales" de ciertas naturalezas tienen en común con los conservados devocionarios de algunos sabios.



 







 
Jean Renoir, que siempre tuvo pasión también por la comedia humana, y que otros, menos dotados que él, vapulearon a placer (cinematográficamente hablando), dejándola a mitad de camino entre la fábula y la más absurda de las apariencias épicas (especialmente en el cine norteamericano), no lo dudó ni por un intante, se nos fue a la India cámara en ristre, y rodó esta maravilla, con un derroche de colores que sobrepasan el más sobresaliente de los marcos del "puro ingenio". Ni que decir queda que es nuestro Renoir preferido.


La relación entre sus personajes, interpretados por actrices juveniles desconocidas, y algún que otro excelente secundario de la filmografía inglesa, exponen, (con tanta honestidad y precisión como el entorno que los rodea) una tierna reflexión sobre los amores paternos, la fraternidad, la convivencia y la amistad, y la aceptación del propio yo presente, traumatizado y algo confuso (el ex-soldado con pierna ortopédica, la mezcla anglo-india de la protagonista hindú), sin argucias, con la elementalidad de las acciones conducidas con más buena fe y esperanza que energía.



La existencia discurre como un ensueño de nuestro subconsciente, plácidamente, frente a ese río que parece arrancado de una de las páginas del "Siddharta" de Hermann Hesse. Hay despertares de gozo, un trajín constante sin estruendos, una poesía humilde destilada sin cesar por esas aguas, que sirven de pozo, de ceniza y de tierra. Hay un tiempo andante de hombres que cargan sus fardos, de mujeres que ansían su fertilidad, y que buscan en el río la reparación orgánica de sus cuerpos, y la espiritual después, bajo esas escalinatas tumultuarias y remotas que orillean ese constante fluir acuático. Y una música que convida a la somnolencia del atardecer, una danza que llena de las altas aspiraciones del amor la, tantas veces, desfavorecida naturaleza de los hombres y de las mujeres.



 
 
 
 
 
 
Y también hay un grito de dolor que va más allá del cielo cuando el pequeño Bogey, siempre con su pífano de faunillo en la boca, sopla su inocente melopea (porque también la inocencia forma parte de las recónditas intenciones o de la obra generosa de la Providencia), y recibe, para morir, la brea venenosa de la cobra...
 


"Le Fleuve" ("El río") es un completo éxtasis. Una ópera colorista y cadenciosa del gran teatro de la vida en este planeta, con la cual Jean Renoir abarcó la belleza del existir de una manera definitiva.



                                      
¡Su aspecto documental no invalida su grandiosidad!